El director que me enseñó a vender diarios
Comunicación

El director que me enseñó a vender diarios


Antonio Franco (foto izquierda) me enseñó a vender periódicos. Cuando llegué a El Periódico de Catalunya el año 1992 sabía lo que era el periodismo, su paraíso y su furia, pero dudada de haber averiguado cómo convencer a la gente para leer, o al menos ojear, aquellas páginas tan sudadas en la redacción.
Podíamos dar noticias, contar historias, ofrecer una lectura rápida y cómoda, no hacerle perder el tiempo y sorprenderlo con la imagen. Así era El Periódico al que llegué.
Desde 1978 era el diario más moderno, agresivo y dinámico de España, se puso el cintillo de periodismo popular de calidad y siempre la ha ido bien cuando lo ha defendido. En las peores épocas sufrió el dejarse llevar para ser otra cosa.
Mi cultura era otra. Amaba el periodismo de texto punzante e intención (¡dale, dale hasta que sangre!) y había aprendido a organizar fiestas con la edición gráfica y la primera lectura.
Acabábamos de cerrar El Sol tras una larga marcha de amigos asesinados poco a poco por la imposibilidad de hacer un periodismo distinto. Todavía no estaba sin trabajo, pero la perspectiva de un diario de Madrid en aquel año que ya presagiaba lo peor del felipismo me incomodaba.
Antonio Franco me salvó del periodismo obtuso y aburrido. Fue mi Jim Bellows, el director que no me dejó caer en el aburrimiento.
Me llamó y me dijo que quedaban menos de dos meses para convertir a El Periódico en el periódico de Barcelona 92. No me podía creer que aquel diario que tanto me gustaba no tuviera un pedazo de estrategia y de producto preparados para los Juegos Olímpicos. Pero no estaban convencidos de lo que habían hecho hasta el momento.
José Luis Martínez desde O´Donnell, sede de Zeta en Madrid, me dio el placet de Comte d'Urgell, donde entonces estaba la redacción y al día siguiente Antonio me esperaba.
"Vamos, hay mucho trabajo", dijo, y me enseñó mi despacho. Estaba al fondo de la redacción y mi vecino era Rafael Nadal, subdirector y ahora nuevo director (foto derecha). Un Mac y un PC con el sistema del periódico y a trabajar. Sin presentaciones más que a Rafa, a Emilio Pérez de Rozas (subdirector de Deportes, con quien tenía que inventar nuestra edición de Barcelona 92) y Iosu de la Torre, un pedazo de periodista navarro capaz de gritar en una redacción como sólo los viejos regentes de taller se atrevían. Eso sí, era mucho más divertido.
Y a currar.
Nada más llegar me pilló la Copa de Europa del Barça y aquella noche tuve que dejar mi recién estrenado despacho para conseguir imprimir una edición que se resistía con el peso de la emoción de la Copa y de toda la redacción.
Aquella noche entendí Barcelona. Aquella noche supe qué diario había que hacer. Aquella noche averigüé lo que había que tener.
Estaba en El Periódico de Fermín Vílchez, Carlitos Pérez de Rozas, Quim Regás, Lucho López, Miguel Ángel Bastenier, Margarita Rivière, Sebas Serrano, Jaume Mor, Carlos Enrique Bayo, José A. Sorolla, Albert Montagut, Josep Pernau, Ricard Sans y tantos más. A unos los conocía y a otros, no. Pero con aquel diario no me podía aburrir.
Al poco tiempo llegarían otros de mis favoritos huidos de El Sol: Juan González Yuste y Berna G. Harbour.
A currar. En Montjuïc el Anillo Olímpico resplandecía pidiendo cuerpos gloriosos y yo estaba corriendo los cien metros lisos más largos en aquel despacho, al fondo de la redacción, tapado por dos ordenadores. Delante, El Dominical. Un montón de gente me miraba y preguntaban quién era yo. Franco (Antonio) me había prohibido hablar. Iosu y Rafa Nadal mantenían el secreto. Sólo Cobi lo sabía.

Periodismo humano en una ciudad abierta. La política y las cosas de la corte vistas con enfoque periférico y ganas de hincarles el diente. El oasis catalán por entonces no existía o no estaba domeñado. Barcelona 92 era la euforia, la modernidad, la torre high tech de Collserola. En una ciudad así no me podía aburrir.
No era Camelot, pero Barcelona era una fiesta.
En el despacho sobre Comte d'Urgell un director grande de cuerpo y alma dirigía un periódico palpitante como el rojo de su mancheta. El Periódico es la vida entera de Antonio Franco. Todos lo saben. Por eso todos saben que su dirección tenía un tiempo distinto, vital. El Periódico no es, no era mi Periódico, una gran máquina. He visto redacciones más organizadas, más precisas. Vivíamos al ritmo de los pasos y los editoriales de Antonio.
Las horas de redacción, los líos con los políticos, con la empresa, con los dineros, con el marketing, la resurección del grupo Zeta tras la muerte de Antonio Asensio, la decepción de la tele prometida y no conseguida, etcétera, etcétera fueron minando su salud. Un día comencé a aburrirme y decidí dejar aquel diario. Ese día pensé que Antonio estaba cansado. Ahora lo deja después de más de 25 años de un diario imprescindible en la historia del periodismo español y con un director que, como los elegidos, fue fundador, se fue (1982, Ginés Vivancos lo sustituyó) y volvió (1988, Enrique Arias Vega volvió a dejarle el despacho) para no marcharse hasta ahora.
Humano, terriblemente humano. Grande de cuerpo y de alma, mucho más que de cabeza. Ese tipo tan grande con esas gafas.
Con Rafa lanzamos El Periódico de l'Estudiant, la primera gran apuesta por el catalán. Comenzaban otros tiempos. Tiene un gran recorrido en El Periódico y fuera, pocos conocen como él a Antonio y su herencia. ¡Suerte!
Con Antonio, como sea, para siempre.

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