Comunicación
Vida máquina, muerte humana
Inmaculada Echevarría no quiere seguir viviendo atada a una máquina. No quiere ser un ciborg impedido.
¿Es vida la quietud mecánica?
Inmaculada tiene conciencia, pero su voluntad está impedida en su postración. Y reclama la desconexión de su atadura con el mundo. Respirador, off.
¿Quién puede desconectar la vida?
La enferma desea ya la muerte a la que la ha condenado su distrofia muscular tras años y años de sufrimiento.
¿Cómo negarse? ¿Quién se atreve a prolongar esa pena?
Existen los problemas, las leyes, los remordimientos. Y también la ayuda.
No es posible ponerse en el lugar de Inmaculada. Tampoco en el de Jorge León Escudero, ni en el de Ramón Sampedro, ni en el de Terri Schiavo.
Sabemos prolongar la vida malsana. No sabemos cuándo parar. ¿La conciencia? ¿La respiración? ¿El sentir? ¿Cuál es el límite?
Si hay conciencia, la voluntad. ¿Quién se atreve a ser el verdugo bienintencionado de quien no vive la vida más que como un sufrimiento trágico?
Las instrucciones previas son una herramienta (artículo 11, Ley de Autonomía del Paciente de 2002), como las voluntades anticipadas ya presentes en muchas legislaciones autonómicas (la última, la balear), pero todas adelantan la voluntad para cuando ya no sea posible ejercerla.
Inmaculada aún tiene voluntad y puede expresarla. Quedaría sin ella si su respirador se apaga. El artículo 15 de la Constitución consagra:
"Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes".
En esa situación se ve Inmaculada, encadenada a una máquina sin su consentimiento. Degradando su vida a una tortura inmóvil y sin esperanza.
"El interés y el bienestar del ser humano deberán prevalecer sobre el interés exclusivo de la sociedad o de la ciencia", dice el Convenio europeo relativo a los derechos humanos y la biomedicina.
Inmaculada tiene voluntad. Ha pensado. No es una decisión rápida ni a la ligera. Sola, sin final, en su mismidad, quiere morir.
Deberíamos respetarlo. Es su radical libertad.
Vivir es el derecho básico de toda persona. Morir, también.
Tener la esencial libertad, consciente y racional, de no sufrir la condena que la ciencia, el progreso o la voluntad de otros, dioses u hombres, nos imponen.
Nos sigue costando vivir y respetar la vida de todos.
Y también morir cuando lo deseamos, cuando en nuestra conciencia no somos sino cadáveres encadenados a una vida máquina.
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